La antesala de los Juegos de la discordia del 36

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La decisión de otorgar la organización de los juegos a Berlín no estuvo exenta de polémica y carga política. Fue en 1931, durante el congreso del Comité Olímpico Internacional realizado en Barcelona, cuando la capital alemana fue elegida como sede de la magna cita deportiva de ese año, superando la candidatura de la propia ciudad condal.


En aquella época, el proceso para definir las sedes seguía un orden específico: primero se elegía la ciudad anfitriona de los Juegos de Verano, y luego el comité olímpico nacional del país elegido determinaba la sede de los Juegos de Invierno. Siguiendo esta tradición, el Comité Olímpico Alemán designó a la localidad alpina de Garmisch-Partenkirchen para acoger las competiciones de deportes invernales de 1936.


La elección de Alemania como organizadora de las dos ramas olímpicas tuvo una significativa carga política y simbólica. Por un lado, significó el regreso de las grandes competiciones deportivas al país teutón tras su ausencia obligada en la edición de 1920, debido a las sanciones impuestas después de la Primera Guerra Mundial.


Pero además, la decisión representó una especie de "compensación histórica" para Berlín, ya que esa ciudad iba a ser originalmente la sede de los Juegos Olímpicos de 1916 antes de que estallara la Gran Guerra y provocara su cancelación.


Si bien en 1931 el partido Nazi aún no había tomado el control total de Alemania, las crecientes tensiones políticas y el auge de las ideologías radicales ya eran una preocupación latente para muchos organismos internacionales. Pese a ello, la candidatura berlinesa convenció al COI con sus modernas instalaciones deportivas y la promesa de unos "Juegos grandiosos como nunca antes vistos".


Para materializar su visión de grandeza, el régimen nazi destinó enormes inversiones a la construcción de imponentes instalaciones deportivas para los Juegos. Se construyeron colosos como el Estadio Olímpico de Berlín y el majestuoso complejo Reichssportfeld, capaz de albergar a 100.000 espectadores en sus gradas al aire libre.


Se estima que se gastaron más de 100 millones de reichsmarks (equivalentes a miles de millones de dólares actuales) en estas faraónicas infraestructuras. Desde erigir una villa olímpica de vanguardia con todos los lujos, hasta remodelar por completo la infraestructura vial y de transporte de Berlín para lidiar con la inminente avalancha de visitantes internacionales.


Durante los Juegos y en los meses previos, era imperativo para los nazis mostrar a los millares de turistas y periodistas todo lo que Alemania y su régimen tenían de "bueno", ocultando así la cara más oscura y siniestra que ya comenzaba a gestarse.


De esta forma, las constantes campañas y acciones antisemitas que se habían vuelto frecuentes desde la llegada de Hitler al poder fueron drásticamente suprimidas y censuradas de cara al gran evento. La violencia contra la comunidad judía alemana, particularmente visible en el verano de 1935, prácticamente desapareció.


Los infames avisos que prohibían o disuadían la presencia de judíos en muchas localidades y barrios, con lemas como "Judíos no son deseados", fueron retirados por orden expresa del Führer en febrero de 1936, justo antes de la inauguración de los Juegos de Invierno en Garmisch-Partenkirchen.


Incluso, como un gesto de tolerancia sumamente calculado, Alemania aceptó incluir en su delegación olímpica a la esgrimista Helene Mayer, de ascendencia judía, quien terminaría ganando una medalla de plata.


Estas acciones formaban parte de la masiva operación de maquillaje que el régimen nazi implementó para proyectar una imagen completamente distinta a sus políticas discriminatorias y antisemitas reales. Una mascarada de proporciones épicas destinada a ocultar temporalmente la verdadera naturaleza racial y antidemocrática que comenzaba a imponer el Tercer Reich.